viernes, 16 de diciembre de 2011

DEMOCRACIA HISTÓRICA. EL CASO MÉXICO.

Más allá de la política y más acá de la barbarie
Por Manuel Guillén

Al leer los comentarios de los lectores sobre temas debatibles, especialmente los de cariz político, sociológico o religioso, se encuentran las siguientes constantes: 1) un deficiente uso del lenguaje escrito; 2) un uso recurrente de falacias argumentales, y 3) una evidente necesidad de desahogo emocional ante temas que no pueden ser comprendidos con la frialdad de la argumentación, sino exclusivamente con exabruptos viscerales.

La falacia ad hominem es un tipo de argumentación inválida que tiene la siguiente estructura: se tiene una argumentación determinada, ∑, hecha por una persona, F, y, en lugar de contra argumentar ∑, otra persona, L, ataca, descalifica, describe, insulta o caricaturiza a F. Es decir, se expresan ideas o razones contra la persona y no contra sus conceptos. La parte central de este tipo de falacia es, justamente, que no permite el intercambio de ideas, sino que cambia de tema. En una construcción retórico-conceptual del tipo que sea (académica, periodística, política) lo principal son las afirmaciones, los razonamientos y las conclusiones allí vertidos, no las cualidades personales de quien las emite. En los casos más graves de abuso del argumento ad hominem llegaríamos a algo tan absurdo como el siguiente ejemplo: “Usted afirma que el crecimiento económico anual ha sido de 3%, pero eso es falso porque su corbata es color naranja”.

Por supuesto, esto no indica que no exista la posibilidad de criticar a un individuo en su persona. Esa es una práctica cotidiana que lo mismo se hace con exquisitez, como los diseñadores de imagen, que con supina vulgaridad, como en los programas dedicados a inmiscuirse en la vida erótica y amorosa de los famosos. Pero es una práctica que no tiene nada que ver con el intercambio de ideas, quizá con un solo caso límite: un análisis de tipo psicoanalítico realizado a la escritura de un autor; aunque, por supuesto, para ello se requiere un conocimiento amplio y profundo de la persona a analizar en estos términos.

Asimismo, la capacidad de argumentar correctamente está estrechamente relacionada con la capacidad crítica de las personas: la posibilidad de diferenciar lo correcto y lo incorrecto, lo falso y lo verdadero, dentro de un sistema argumental social e históricamente determinado. Esto implica la posibilidad de verse a uno mismo desde la misma perspectiva crítica: la capacidad de sostener las ideas propias y de modificarlas cuando se nos demuestra que son incorrectas.

Alcanzar un nivel crítico aceptable puede iniciar con una formación elemental adecuada; desde párvulos deberían aprenderse conceptos fundamentales como el reconocimiento y aceptación de las diferencias, la distinción entre deseo y creencia y la convivencia con base en el diálogo.
Alcanzar un nivel crítico aceptable puede iniciar con una formación elemental adecuada; desde párvulos deberían aprenderse conceptos fundamentales como el reconocimiento y aceptación de las diferencias, la distinción entre deseo y creencia y la convivencia con base en el diálogo. En una edad posterior se adquiriría la habilidad de hacer lecturas reflexivas que tengan sentido para el mundo del estudiante y a comparar sus opiniones sobre temas específicos con las de los demás, llegando a acuerdos y comprendiendo los diferendos. En general, no hay recetas específicas ni remedios mágicos para la construcción de un pensamiento crítico eficaz en la vida cotidiana, pero sí hay consenso sobre la importancia de la lectura significativa (esto es, un niño de seis años no leerá el Quijote pero sí la historia ilustrada de los dinosaurios, por ejemplo), la práctica cotidiana del diálogo y el entrenamiento desde pequeños en el control de las emociones.

Estas cualidades, que con frecuencia se pasan por alto, con el tiempo generan personas adultas aptas para la vida democrática. No para la democracia formal que tiene una metodología específica y particularidades funcionales, como los regímenes de partidos, los financiamientos electorales y la operatividad general de las elecciones dentro de una nación determinada, sino para la democracia como un elemento primordial de la convivencia al interior de una sociedad; es decir, el gradiente de civilidad que puede esperarse en la interacción cotidiana entre las personas.

En México, acostumbramos a quejarnos mucho de nuestra clase política, y con muy buenas razones: de todos los partidos surgen personajes con tremendas carencias de formación, con falta de compromiso por el servicio público y altas tendencia a la corrupción, lo mismo que con franco desconocimiento sobre el nivel de tecnificación al que el sistema político de nuestro tiempo ha llegado; hay una abrumadora cantidad de actores políticos que siguen ejerciendo su actividad como se hacía hace medio siglo: plenos de demagogia, regodeados en el corporativismo o en la diseminación de ideologías arcaicas, lo mismo populistas que conservadoras, y moralizando sin ton ni son las operaciones políticas corrientes, como es la rivalidad entre partidos.

Sin embargo, existe poca o ninguna examinación sobre el nivel de entendimiento, de acción propositiva y, muy especialmente, de capacidad crítica por parte de la ciudadanía en general. Si uno juzga por la participación del público en los medios masivos de comunicación electrónicos la conclusión sencillamente sería de que nos encontramos arando en el desierto. Al leer los comentarios de los lectores sobre temas debatibles, especialmente los de cariz político, sociológico o religioso, se encuentran las siguientes constantes: 1) un deficiente uso del lenguaje escrito, plagado de vulgaridades, faltas de ortografía e incoherencias; 2) un uso recurrente de falacias argumentales, siendo la principal la ya comentada ad hominem —pareciera como si el ataque personal fuera la solución a todos los problemas—, y 3) una evidente necesidad de desahogo emocional ante temas que no pueden ser comprendidos con la frialdad de la argumentación, sino exclusivamente con exabruptos viscerales.

En numerosas casas editoriales abundan los ejemplos sobre el particular (llámese El Universal, Reforma, Replicante, etc.), pero quiero ejemplificar con un caso paradigmático reciente: los comentarios en torno al destacado artículo de Fausto Alzati Fernández, “Si este pueblo se organiza, no nos gana Televisa” (Milenio Semanal, no. 736, 12 de diciembre de 2011), en el que hace una puntual disección de los elementos más problemáticos del llamado Movimiento de Regeneración Nacional, Morena, encabezado por Andrés Manuel López Obrador. En su texto Alzati Fernández critica un elemento consustancial a la retórica e ideología de ese movimiento: éstas se apartan de cualquier tipo de funcionalidad realista de la política para favorecer el discurso propagandístico de corte religioso; en este encontramos oposiciones morales (los buenos y los malos), soluciones mágicas (si excluimos a los malos, el país renacerá) y la figura de un redentor que, con base en el amor, aglutinará en torno suyo a lo mejor de la nación.

La argumentación del autor estaba abierta al debate, como siempre lo está quien expone sus ideas en un medio impreso. A la posibilidad de que alguien pudiera mostrarle, si fuera el caso, que sus apreciaciones estaban mal fundamentadas o que existía información que no había tomado en cuenta; quizá la demostración fehaciente de que todo y lo único que ocurre con la figura y la palabra de López Obrador es una estrategia pragmática para que las masas se adhieran a su alternativa política, en tanto que existe una segunda agenda, funcional, realista y práctica para, en caso de llegar a la presidencia de la república, establecer un moderno Estado de bienestar. Pero no. Lo que hubo en las numerosas intervenciones pretendidamente críticas a su escrito fue, simple y llanamente, un asalto pandilleresco virtual.

En el reciente y bochornoso capítulo de la pifia libresca de Ernesto Peña Nieto, el hoy tristemente célebre retwitt de su hija puso de manifiesto una actitud paralela entre los cercanos al político mexiquense: la descalificación, el insulto de botepronto, la etiquetación clasista de los otros es la constante entre ciertos segmentos de la población nacional.
Plagados de argumentos ad hominem, de sentimentalismo barato, de violencia escrita, de incoherencias y sinsentidos, los reclamos de los seguidores del político tabasqueño tuvieron una faceta perturbadora (entre quienes dijeron “para que ya no existan publicaciones como ésta, en donde se aprovechan de la falta de conocimiento de la gente, abusan del poder que tienen para desinformar, comenten un crimen que es matar la verdad”. O: “A este ‘periodista’ solo le falta rebuznar. No tiene sentido la comparacion, ni los mas acerrimos derechistas sugeririan tal estupidez” (sic., sin acentos)). Más allá del alfabetismo disfuncional (como bien lo ha llamado Héctor Villarreal), el sesgo intolerante, furioso, dictatorial, de las críticas revela un estado civilizatorio acuciante en la actualidad nacional: tal parece que la ciudadanía está más allá de la política y más acá de la barbarie, si por política entendemos la capacidad de dirimir diferencias en el espacio público con fines edificantes para la mayoría.

No se crea que esto es privativo de los seguidores de López Obrador. En el reciente y bochornoso capítulo de la pifia libresca de Ernesto Peña Nieto, el hoy tristemente célebre retwitt de su hija puso de manifiesto una actitud paralela entre los cercanos al político mexiquense: la descalificación, el insulto de botepronto, la etiquetación clasista de los otros es la constante entre ciertos segmentos de la población nacional. Y, sí, dentro de esto se inscriben las descalificaciones cupulares de las pasadas elecciones presidenciales en torno a la figura del exjefe de gobierno de la Ciudad de México: decir de un rival político, literalmente, que es un “enemigo público” es, simplemente, cortocircuitar la posibilidad del juego político electoral, algo que Niklas Luhmann enseñó hace buenos quince años.

Este ambiente nefando es propicio para el surgimiento de los peores males de la modernidad, y de ahí la pertinencia de la comparación que Fausto Alzati realiza con el nazismo. Porque ese periodo sombrío de la Modernidad tardía no es sólo la encarnación de la tecnificación de la barbarie, que la cultura popular hollywoodense se ha dedicado a propalar por el mundo entero, sino el estado anómalo de una sociedad en la búsqueda ignorante de una desesperada salida hacia adelante.

En este orden de ideas, entre el regreso del corporativismo de corruptelas, la demagogia populista y el continuismo oligárquico, encarnados respectivamente por el PRI, el PRD (y anexas) y el PAN, la república se encuentra en el borde de un descarrilamiento mayor, afín al de la Alemania que incubó al nazismo (afín, no idéntico, distinción que los pandilleros virtuales pasan por alto de manera reiterada), como lo ha destacado Peter Sloterdijk en el análisis de esa época de su país: “Hitler no alcanzó el poder gracias a algún tipo de aptitudes excepcionales, sino merced a su inequívoca grosería y a su manifiesta trivialidad. Si algo había de especial en él residía tan sólo en el hecho de que parecía haber inventado su vulgaridad en todo su ser… Sólo como médium polivulgar fue capaz de crear el denominador común de sus partículas afines a su adhesión”. En consecuencia, las masas así solazadas, aquellas que no pueden comprender el rejuego de la democracia, ni mucho menos practicarla en sus elementos básicos de reflexión, argumentación y tolerancia, tuvieron en aquellos tiempos y tendrán ahora, como reza el conocido tópico, el gobierno que se merecen. ®

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