martes, 15 de mayo de 2012

Opinión de Claudia Rodríguez



ACTA PÚBLICA
Claudia Rodríguez

Ámbar.  Carlos Fuentes: la inspiración

No tengo en mi memoria un Carlos Fuentes, sino a varios de él mismo.  Pero ni siquiera repetidos.  Todos distintos.  A veces fascinante, otras grandioso y en otras tantas, odioso.
Sin embargo, Fuentes el escritor fue y sigue siendo un arranque potente de recuerdos e inspiración.  Fueron decenas de obras las que este escritor mexicano nos legó y creo que pocos pueden presumir de haber leído toda la obra de Carlos Fuentes.
La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Aura y Gringo Viejo son cuatro novelas de las que recuerdo su lectura, pero ninguna me habrá marcado como el mismísimo personaje de Consuelo Llorente-Aura, en donde los reflejos de uno mismo pueden enfermarnos y hacerlo con quienes más queremos.
La lectura de Carlos Fuentes es como una musa o como un torrente que inyecta la vena literaria y el maestro inspiró en mí el intento de escribir Ámbar: un conato de cuento que espero ahora despedace el maestro desde aquí y desde allá, por que el sí encontró la forma de pasar a la eternidad.
Ámbar:  Ahora se lamentaba y recordaba como por muchos años pensó que aquel pueblo --en donde hace ya casi medio siglo sus ojos vieron la primera luz en este mundo--,  ya no le ofrecía más oportunidades ni a él, ni a su esposa enferma, ni a la niña de sus ojos que no era otra, que la preciosa Ámbar.
Porfirio nació en Las Vigas, Veracruz: un pueblo enclavado en la Sierra Madre Oriental en donde la neblina que cubría todas las viviendas, era cosa de cada tarde.  Así que en ese lugar en donde lo único  novedoso era la llegada de vez en vez de grandes camiones que se llenaban a tope con las maderas preciosas de los árboles talados, los días terminaban siempre muy temprano.  Pero no con la llegada de la oscuridad, sino con la caída hasta el suelo de hermosas nubes blancas que en contraparte, emanaban un frío aterrador.
Porfirio no había pisado más allá de la carretera fuera de su pueblo, hasta que en su juventud apenas por un día, conoció aquella ciudad grande de la que tanto hablaban los conductores de esas inmensas naves que en troncos, se llevaban la única riqueza del lugar.
A partir de aquella visita fugaz a la gran ciudad, en la mente de Porfirio que sólo conoció de noche la metrópoli, no se dibujaba otra imagen que las luces amarillentas que iluminaban la noche, y no como en Las Vigas en donde la vida nocturna era desfigurada por la eterna niebla.
Porfirio soñaba con ese retrato de luces amarillosas y continuas haciendo hoyos a la negrura de las altas horas de aquel día fuera de su pueblo, y a la vez tenía necesidad –él lo sabía--, de aquella sensación vivida, que le hacía sentir una especie de chispa eléctrica.
Cuando su primera y única hija nació, Porfirio la nombró con esa palabra electrizante que para ella había designado muchos años atrás: Ámbar.  Nombrarla así, fue como un decreto.
Ámbar era poseedora de unos cabellos dorados que hacían juego perfecto con su ojos entre verdes y amarillos, y que eran como el preámbulo de una vitalidad continua.
Cuando la belleza de melena dorada y ojos de miel fue asediada por hombres de pieles rojizas y oscuras, Porfirio pensó que su Ámbar merecía el contacto de seres contagiados de la energía citadina, y nunca individuos como él, atrapados en una sombra perpetua.  Así que Los Sales --la familia de Porfirio--, emprendió un viaje hacia la ciudad de la luz, sin retorno, sin regreso para nadie.
Porfirio nunca pudo revivir aquello que lo deslumbró y que ahora ya ni siquiera recordaba por qué le había impactado tanto.  Su esposa nunca antes se había sentido una prisionera en su propia casa y ahora la vida de la ciudad la ahogaba aún más que el candado que imponía la niebla de Las Vigas, y Ámbar… dejó de brillar entre las multitudes. (20-marzo-2012).

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