ECONOMÍA Y POLÍTICA
MIGUEL ÁNGEL FERRER
¡Ah, la anticiencia!
Hace unas cuantas semanas, mi nieto Bruno, de sólo siete años, enfermó de bronquitis, una dolencia bastante común, sobre todo en la época invernal. Atendido por una estupenda pediatra, quien prescribió los antibióticos y otros medicamentos necesarios, el paciente no mejoró. Volvimos a la consulta y ante la situación de empeoramiento, la especialista ordenó un examen de laboratorio, pues sospechaba influenza.
En efecto, la prueba de Elisa confirmó la presencia de la grave infección viral. De modo que la médica dispuso el internamiento hospitalario del pequeño, y prescribió, en dosis y por tiempo determinados, el antiviral Osetalmivir, que se comercializa en México con el nombre Tamiflu (sin acento ortográfico en la u, vocablo que sin embargo se pronuncia generalizadamente Tamiflú).
Las órdenes de la doctora me parecieron pertinentes. Pero la madre del niño se quedó un tanto inquieta, pues -según me dijo- había leído algunas notas de prensa sobre una supuesta inutilidad del Tamiflú. Y apuntó un dato interesante: afirmó tener conocimiento de que la producción del medicamento era sólo un negociazo de Donald Rumsfeld, quien había sido jefe del Pentágono en la administración de aquel genocida llamado George W. Bush.
Con la finalidad de tranquilizar a la madre del chiquillo, le comuniqué a la doctora el desasosiego de la muchacha. Y de manera muy educada, pero categórica, nos dijo sobre el medicamento: “No sólo es lo mejor que tenemos, licenciado, sino lo único. La vida de su nietecito depende de la prescripción del antiviral, y de un manejo hospitalario adecuado”.
Casi sobra decir que, tras cuatro días de estancia en el nosocomio, Bruno recuperó la salud, y sus padres y abuelos volvimos a respirar tranquilos. Por eso me pregunto cuáles pueden ser las razones ocultas de la campaña de descalificación contra el Tamiflú, si su eficacia para el tratamiento de la influenza está más que demostrada en miles de hospitales alrededor del mundo.
No conozco ni alcanzo a sospechar esas falsas razones. Pero me parece una actitud no sólo inética, sino criminal, satanizar un medicamento clave en el tratamiento de una dolencia tan grave como la influenza. Tan grave que puede ser –y a veces lo es– mortal. Parece que en la época de mayor desarrollo científico de la humanidad, todavía existen y se hacen presentes los promotores y voceros de la anticiencia.
No debería uno, sin embargo, extrañarse. La vacuna contra la viruela fue también víctima de descalificaciones. Sólo su probada eficacia pudo contener esos absurdos embates contra una de las mayores creaciones del ingenio humano.
Una cosa semejante ocurrió y todavía ocurre en el caso de la vacuna Sabin contra la poliomielitis. Como bien se sabe, el sabio polaco naturalizado estadounidense Albert Sabin creó una segunda vacuna contra el flagelo. La primera había sido creada unos pocos años atrás por otro sabio, nacido en Nueva York, llamado Jonás Salk.
Los ataques contra la vacuna Sabin obedecían –y aun obedecen– a un hecho cierto: la Sabin está formulada a partir de virus vivos atenuados, a diferencia de la Salk que es producida con virus muertos. Pero la Sabin es administrada de modo oral, lo que posibilita vacunaciones masivas, en tanto que la Salk se administra mediante una inyección, lo que implica mayores dificultades para una aplicación masiva.
La fabricación de la Sabin a partir de virus vivos ha dado pie para que los siempre activos adversarios de la ciencia responsabilicen a la vacuna de algunos ínfimos rebrotes del flagelo, cuando, en realidad, esos rebrotes, acaecidos fundamentalmente en el África negra, han sido fruto de la insuficiencia de las campañas de vacunación. ¡Ah, la anticiencia!
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